Una noche horrible. Pies fríos, almohada dura y manta demasiado corta. La mañana se despierta al amanecer y se vuelve a mecer en un rato de sueño disimulado, robado al nuevo día que empieza a asomar por las rendijas.
Te despiertas. Pones los pies en el suelo y te agarras a él. Dos ventosas caminando por el salón. Me tengo que agarrar al suelo. Tengo que empezar a vivir el día. Café. Sí, café y dulces. Sí, los dulces que compré ayer. El agua se está calentando.
Silencio.
El café y los dulces saltan a la bandeja, que acercas sigilosamente al sofá.
Silencio. Comes en silencio.
Las papilas gustativas están adormecidas. Comes con los ojos; comes sin saber que estás comiendo. No hay realidad en este rato. Estás sólo tú. Estás tú solo.
El tiempo pasa envuelto en nubes de algodón. Te gustaría quedarte así para siempre, sólo tú, tú solo con el café y los dulces, sin tiempo, sin días, sin noches, sin horarios, sin fechas, sin la consciencia de que algo pueda ser pasajero.
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