Andamos por el mundo creyendo que el esfuerzo vale la pena, buscando un sentido a nuestras vidas y luego, un buen día, el miedo se disfraza de zancadilla y nos hace caer. Hay un dicho que nos cuenta que no importa cuántas veces te caes sino cuántas eres capaz de levantarte, pero es mentira. Si, importan las caídas y las heridas. Las llevamos grabadas en el cuerpo, en la mente, en el corazón y en el alma. Nos enseñan que esta es la manera de forjarnos, pero también es mentira. Magullados, cansados, rotos nos encontramos de nuevo en un cruce de caminos. Nuestras heridas nos escuecen y nos quitan la ilusión y la voluntad para escoger de nuevo. La dignidad se escurre entre las gotas de sangre que manchan el suelo bajo nuestros pies y uno se queda solo, junto a su alma de niño que llora el paraíso perdido. Somos aire y agua, tierra y fuego, pero llega un momento en el que el agua apaga el fuego y el aire azota la tierra, dejándola árida y yerma, un puñado de polvo. Y allí, en los momentos de oscuridad de nuestra conciencia, caemos de rodillas ante la imagen de lo que podríamos haber sido. No, la vida no es muy puta. Es el destino el que juega en el casino de la vida y pierde cuando lo apuesta todo a una carta sin saber descubrir la trampa que esconde la mano del contrincante. No nos engañemos, somos los juguetes de un destino juerguista y torpe.
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